UNZUETA Y EL CINE
Por Zoé Valdés
Nunca he conocido a otro artista cuyo arte haya experimentado una simbiosis absoluta con una manifestación artística ajena, como la del arte pictórico de Ramón Unzueta con el séptimo arte. Y es que conociéndolo como lo conozco, inclusive así, no podría definir qué fue primero en Unzueta: la pintura o el cine.
No pasó un día de su vida sin dibujar o pintar, y que no viera una película, reflexionara sobre ella, y además extrajera de ella en disímiles ocasiones la esencia que acompañara y alentara su obra.
Como en La rosa púrpura del Cairo, la conocida película de Woody Allen, Unzueta entraba en la gran pantalla en un viaje onírico desde la sala de cine, imaginario dentro de lo imaginario, que luego transformaba en real cuando regresaba al lienzo y plasmaba en él a una Mae West niña, a una fatal Bette Davis, a una grandiosa Alla Nazimova, entre otras grandes divas del cinematógrafo, todas devenidas en sus manos naturalezas maravilladas.
Rami era un cinéfilo desde niño, ya de adulto se convirtió en el mejor intérprete de los clásicos de cine, en una especie de médium. Nunca un pintor ha sabido llevarse con él, a su arte, las emociones descritas por el mohín de una actriz, la mirada de un galán, y un plano secuencia que ahora fijo en su óleo deviene más eterno e infinito que nunca.
Unzueta recreaba también escenas recordadas, o la continuación de esas escenas, con un deseo y una sensualidad poco usuales en la historia de la pintura. Su grandeza estribaba en que no sólo veía una película y la comentaba con nosotras, su hermana y yo, además nos hacía verla con él, una y otra vez, y de ahí después, sabíamos que surgiría la imagen inspirada porque había sido vivida a través de sus sentidos, abiertos generosamente y puros ante la poesía de una imagen en el movimiento rotundo de veinticuatro segundos.
El cine, sin duda alguna, no sólo fue inspiración y motor en la obra de Unzueta. El cine fue alma en su obra, parte de eso que tiene su obra y que muy pocos poseen: el duende lorquiano. Poesía y ciencia, pasión y amor.
De mis recuerdos del pintor está esa obra permeada por el cine y su historia, plena de citas cultas del mejor cine, de la Edad de Oro de Hollywood, pero también del viejo cine japonés; de donde salieron sus fantásticas japonesas y “japonerías”.
El cine le dio mucho a él, pero Unzueta nada le debe, porque por su parte él le devolvió al cine, con creces, toda la belleza y todo el lirismo que sólo un artista genuino como él puede traducir y reinventar a través del pincel y del color.
Desde que Rami se nos fue, sobrevolándonos como un ángel, como el ángel de Wim Wenders en Las alas del deseo, no he podido volver a ver el cine igual que antes. Entre otras cosas porque estuviésemos donde estuviésemos, en cualquier parte del mundo, cada vez que veíamos una película sensacional, nos telefoneábamos para comentarla. Y si esa película era una que ya habíamos visto y repetido en decenas de ocasiones, de todos modos nos llamábamos para co- mentar los gestos soberbios de su adorada diva: La Loba, la inmensa Bette Davis, o la felinidad de una Greta Garbo, y la suprema y misteriosa androginia de Marlene Dietrich. De tal modo, pintó a Pola Negri como nadie, supo arrebatarle el secreto de la piel a Pola Negri como mismo lo descubrió y se lo apropió de las japonesas.
Él, que como buen sabio todo lo adivinaba primero, intuyó siempre que el secreto del cine, al igual que el de la pintura, reside en esa luz que fluye de la piel, en ese reflejo que emana de la mirada, y en una especie de nubosidad que hace del pelo de una Geisha como del de la Nazimova que el humo se convierta en el resultado final de la alquimia entre el pincel y lente.
Unzueta es, sin duda alguna, la divina composición entre Pierre-Auguste Renoir, el padre, y Renoir, el hijo, el pintor y el cineasta; o sea, todo luz aun en la sombra, todo claridad que aflora súbita de la penumbra. Porque Ramón Unzueta, como Jean Renoir, el cineasta, pintaba con la luz que proyectaba desde su interior, y como Pierre-Auguste Renoir, también y únicamente a él la pintura le revelaba su verdadera luz.