LA MUJER RETRATADA CIEN VECES
Por Zoé Valdés
Son dos en uno. Ella era su musa: Enaida Unzueta. La musa del genio. Un genio que nació para la pintura; y ella para ser pintada por él, su hermano: Ramón Unzueta.
Son mis amigos, mis cómplices, serenos en la eternidad, retratados por esa misma eternidad en un dibujo de trazos sepias en el que ella es una adolescente y él un niño cobijado en el hueco de su mano temblorosa.
Él, pintándola, se convertía en ella. Ella siempre fue mucho él, por eso lo comprendía mejor que nadie. Y él a ella, cuando se vestía de su identidad a través de los pinceles. La complicidad los estrechaba, era una complicidad fiel, vasta, duradera, a veces se hacía angosta y asfixiante, como todo lo que es perfecto en la vida. Nada en ellos era imperfecto. Y además, supieron compartir esa complicidad con sus mejores amigos: yo soy una de ellos. Amiga y hermana, así me he sentido siempre, al calor del amor filial de su amistad. Sus padres eran los míos, mi madre también lo era de ellos. Aprendimos a imitarnos en una simbiosis sana, nutritiva, elegante, respetuosa.
Hizo de ella a una insólita mujer que se confunde con la vegetación, el vestido coloreado que la envuelve penetra en el paisaje, del mismo modo que ella surge de otro paisaje selvático, tan propio del aduanero Rousseau. La pintó niña, muchacha y muchacho, una androginia que nos iba muy bien a ambas; y a él eso le avivaba el élan artístico, que no era más que vida dual. La vida de ella en la suya; la muchacha y el muchacho que todos hemos sido alguna vez en una especie de ser platoniano rodando hacia la luz.
Supo traducirla y reinventarla, como una mujer que lee y relee amparada por el deseo, amante dormida con su deseo, despierta y hambrienta en su deseo. El libro deslizándose de sus manos de un solo trazo se transforma en la sábana húmeda de caricias; detrás, La Habana, coronando los muslos desnudos, el cuerpo de ánfora traslúcido. Es toda ella con esa mirada de ojos tumbados hacia el infinito y el cambreado que recorre su pelo hacia la espalda y la grupa de yegua en celo. Rami admiraba también a esa yegua en celo, a esa salvaje que nos mira de reojo y nos atraviesa como con una daga de miel; tal vez la quería más así que a la brillante chiquilla de los diarios escritos con una letra tan tumbada como sus párpados, y de los volúmenes martianos cargándolos y llevándolos en cada viaje, cada mudanza, por todo el mundo.
Le alargó todavía más el cuello con dos golpes de color: el blanco de las Geishas y el carnal de un rosáceo empercudido de las pandilleras habaneras. Su mirada esta vez pendía del gajo de una mata de guayaba o más bien de un cerezo en flor. Pero la rosa roja delataba la pasión de la que jamás ha podido desembarazarse, y el rompe y rasga de la vasca que lleva dentro.
En sus cuadros Ena volvía a ser la niña al piano, con el lazo y el cerquillo, y las pupilas afiladas como la punta del lápiz. En el lazo que anuda su pelo los nombres de los seres queridos, y los reflejos claroscuros de toda una trayectoria emocional soportándolos en su espalda crispada de niña aturdida.
Él sabía que ella estaría siempre ahí, frente a él, como sigue estándolo, dentro de él.
Ella se afanó en protegerlo, en entregarle el merecimiento, en cuidar de su obra y de sus instintos. Ella siempre fue su madre, además de la madre, desde que él nació del mismo útero que ella. Y él, un hijo montaraz, que iba y venía –ella además fue la “travesía” permanente que necesitan los artistas viajeros, que prefieren viajar con la mente–, como va y viene el pincel en una tela bien estirada.
Ella fue su Lee Krasner para Jackson Pollock, la mujer lunar, poesía y poder. Ella todo lo podía, todo lo puede, para que su pintura continúe indeleble en las páginas del tiempo. Por eso él también le dedicó un enigmático cuadro dedicado a “mi Lee Krasner”.
Él pintaba primero para ella –siempre me lo dijo–; “ella decide”. Después él hacía lo que quería, como el gran pintor que era, y ella aceptaba, porque quien mandaba era él, o sea, el artista que ella siempre respetó y admiró tanto como amó al hermano, tanto como lo respeta, admira y ama.
Incluso cuando los temas eran otros en su pintura, ajenos a ella, también la pintaba, porque pintaba pensando en ella, en la exigencia que ella significaba. Tal vez por eso la llamó, en una carta, un día de su cumpleaños: “La mujer cien veces retratada”. Más que cien, ella palpita con su inteligencia, su sagacidad crítica, en toda la obra de Unzueta. Ambos son la fuerza de la verdad, de la autenticidad que es la historia de dos misterios en uno: el arte y su inmortalidad