El hombre y sus máscaras: el circo de Ramón Unzueta
Por Roberto Uría
Se nos da un rostro que no escogemos. Pero nuestras máscaras, nuestros personajes en el teatro del mundo, sí que son manifestaciones absolutas del libre albedrío con el que Dios nos ha dotado, para compensar ciertos fatalismos. Por este hecho ineludible, en todas las épocas, los artistas y escritores han estado muy interesados en explorar estas identidades asumidas, temporal o permanentemente, en el ajedrez de la vida: baile de disfraces, carnavales, cortes reales, política, teatro o circo. A este último universo de payasos, acróbatas y músicos ambulantes, Ramón Unzueta dedicó buena parte de su vasta obra plástica.
Si bien es cierto que los personajes femeninos tienen un mayor peso en la obra de este pintor cubano, que se consagró a bucear en las almas de actrices de cine o del teatro kabuki, mujeres sufridoras o vecinas de barrios habaneros, también lo es que sus marineros, sus ángeles, sus guajiritos, sus desnudos masculinos y sus payasos tienen una relevancia digna de estudio o de exposición permanente en las mejores galerías de arte.
Con el mismo esmero creativo con que reflejó la figura humana y jugó con ella, en un juego arriesgado, que va desde la “perfección” estética, correctamente decorativa (como sus sevillanas), hasta la distorsión total en busca de lo esperpéntico o caricaturesco, que persigue dibujar estados de ánimo y condiciones humanas, o simplemente regalar humor, Unzueta crea un universo circense lleno de sorpresas dentro de la rica tradición universal de retratar este popular ambiente del entretenimiento con sus tragedias soterradas, sus violentos contrastes y sus errantes seres humanos, dadores de alegría pero, tal vez, abismalmente tristes, nómadas sembradores de nostalgias y sueños.
Así, el conjunto de sus piezas dedicado al tema del circo está mucho más cerca, en espíritu y en concepto, de la obra de Pablo Picasso, que también se concentró en la esencia más íntima y humana, casi de familia, de la fauna circense, y no en la faceta de espectáculo colorido, como en la obra de Fernando Botero, que plasma masivamente el andamiaje teatral y hasta con animales, en un barroquismo aturdidor. Por contraste, en Unzueta el circo sí es soledad con esas figuras únicas en el lienzo, casi sin escenografía, aunque sí con un vestuario muy elaborado y detalles que manifiestan una posible radiografía del alma del personaje. Como muestra, su payaso sin música, que sostiene un violín verde, con todas las cuerdas rotas, aunque no ha renunciado al arco, que tiene en su otra mano como sugerencia de que hay esperanza de que vuelva a tocar sus melodías; o ese otro payaso solitario que se ha colgado por el gorro en una tendedera etérea, pero absolutamente resistente, como el hilo de una araña pertinaz o la cuerda que nos ata a la vida, a cualquiera, pero que sea nuestra; o también esas acróbatas, una equilibrista en un monociclo, con sombrilla en mano, y el rostro más angustiado que se puede imaginar, y la otra, aferrada a la argolla que pende de otro hilo sutil, como de arena negra, con su serpiente atada en la cintura, una pluma roja descomunal en la cabeza y, en la otra mano, colgando de un cordel, una manzana roja inmaculada, corazón tendido al viento laberíntico de la vida, poseído de tentaciones.
El contrapunteo entre las bocas intensamente púrpuras, con sus sonrisas acuñadas para el espectáculo, que debe seguir pese a todo, y los ojos que exudan soledades, angustias, tristezas y misterios, es un sello muy personal de Unzueta. En este diálogo de sugerencias entre las dos partes esenciales de estas máscaras, verdaderos rostros, los ojos se desbordan, se desproporcionan, lloran lágrimas negras o gritan sus silencios y se llevan las palmas de oro de la expresividad. Aquí los pinceles, tan sabios y certeros a la hora de dibujar las líneas de una raza (pienso en sus vírgenes negras y en sus personajes orientales), de un ser andrógino o de exaltar la belleza femenina o masculina, ganan absoluta libertad y distorsionan, a diestra y siniestra, hasta amarrarnos a las miradas de estos arlequines, payasos y acróbatas tan humanos y tan vivos, tan alados en sus interrogaciones.
Como aliados fieles, el artista tiene a los colores, muy elaborados, que recorren una gama intensa de azules eléctricos, verdes potentes, amarillos y naranjas de fuego, blancos límpidos o grises y marrones, que invaden trajes, gorros, cielos y cortinas y terminan de conformar este cosmos fascinante, tema eterno en la plástica.
Mención aparte en este tema merecen sus carpas de circo, esos enormes toldos que como una Santísima Trinidad de fuerza, delirio y dolor clavan sus tentáculos en la tierra, como un animal feroz, que aúlla bajo cielos borrascosos y envuelve la vida del espectáculo que está a punto de comenzar para dispensar un trozo de eternidad. Sus carpas son pocas, pero es probable que sean las más perturbadoras de la plástica cubana que haya abordado este motivo recurrente.
El circo siempre nos catapulta a la infancia, a esos años en que comenzamos a explorar el mundo con avidez, sin saber que así, inevitablemente, nos despeñamos hacia la adultez, tan áspera y mortal. Cuando ya somos mayores de edad, llegar hasta este circo de la mano de un artista como Unzueta, que nunca dejó de ser niño y por esto es grande, es una experiencia compleja en la que se mezclan la nostalgia y el espanto por el paso del tiempo, tal como nos revelan estas obras seductoras, máscaras de un hombre y de un artista excepcional.