La técnica en el arte de Unzueta
Por Manolo Rodríguez. Pintor, Escenógrafo, Decorador
Técnica es un procedimiento o un conjunto de reglas que tiene el objetivo de obtener determinados resultados. Unzueta, como se le nombraba en la academia donde se graduó, una academia como se decía en Cuba, “de las de antes”, ya había pasado nadando el estigio primer año como elegido de la mano de su maestro Carmelo González. Cuando lo conocí, en 1977, estaba cursando el segundo año con la gracia y la venia del Caronte plástico; portador de la técnica impecable del antiguo colegio de San Alejandro. En sus rectificaciones sentías el desprecio por tener que aprobar con Valderrama, superar el odio por Sicres, no emitir criterio sobre el gran Don Leopoldo, pocas y buenas con los Menocales, y en medio de aquel infundio de espíritu artístico solo para hombres del maestro, se percibía el adelanto de una Concha Ferrant y una Mirtha Serra, la aportadora frescura europea de la gran María Ariza, que por la mano de Olofi, como Unzueta, dio al ridículo y lo cómico una elegancia preámbulo para el silencio, el filosofar y lo lindo, todo esto en una Habana definitivamente sugerida por Amelia Peláez. Unzueta solo necesitaba esto. Él ya era lo que sería, pero “papelito jabla lengua”, era lo que se esperaba de él en aquel aéreo piso centrohabanero.
Él traía lo suyo desde sus niñas con lazos sueltos, un tiempo de pantallas encandilantes donde una puesta de sol oldfashioned destellaba en los dientes de Janet MacDonald, toda la noche del mundo en los cabellos de Pola Negri y Louise Brooks, el glamour de las grandes mulatas escénicas; los ojos de Rita Montaner, la despampanante risa de Celeste Mendoza, la gracia de Candita Quintana también están en la obra de Unzueta, donde su definitiva técnica era el choteo fastuoso de su pastel seco y el autorizado desenfado de charanga con abrigo de visón y chinchilla de sus temperas; dichas y brillos de un luminoso pasado en un pueblo de su abuela y que fuera el primer destino de la más antigua línea ferroviaria de Cuba. Todos esos cuentos, todas aquellas fotos, y su hermana, bella y sabia dicho a lo cuento árabe, tanto como el rostro de su madre: modelo y declamadora, aquel rostro tan perfecto como el de Virginia Mayo, tan afortunado como el de Loretta Young, el de Mirtha Legrand, el de Michèle Morgan, Rosita Fornés o el de Norma Shearer. El arte de su padre, un vasco recio; corona de paciencia y mesura, rematado por más de seis récords, inmaculados aún, en pesca de aguja desde orilla. Unzueta ya llegó armado a rearmarse de técnicas, pero, sobre todo, fue el más amado, dentro de aquella escuela por los perpetuos misterios que se liberan al deshacerse la prisión del cuerpo.
Ramón, en el umbral de su academia, debió clavarle una estaca, cual vampiro, a los seres que ya venía descomponiendo, pero se limitó a lo estricto, que era otra de sus más poderosas técnicas personales. Cosa rara en un alma tan impaciente, pero normal en los artistas hijos de los medios audiovisuales.
Enaida Unzueta, su hermana, hace algunos años dio por terminada una polémica entre algunos plásticos reunidos alrededor de la obra de Unzueta, declarando que finalmente los pintores terminaban haciendo lo suyo con las técnicas. Yo, que estaba viendo esos rostros hacía más de treinta años y sabía que ella los conocía desde hacía más de cuarenta, silenciosamente le di la razón.
Unzueta aprendió todo con el respeto de quien sabe que recibe la mejor llovizna de su vida, esa humedad se quedó en sus acuarelas, con las finezas, tácticas y limpideces aportadas, por su posvictoriana e inopinada, pero amada, maestra Carmita. La orientación focal con el pragma y el swing del maestro Horacio Maggie, que era además un reconocido francotirador.
Durante el redundante ejercicio del dibujo por el maestro Gotario, y la maestra Susana Turianski, discípula de Fernand Léger, que componían la plantilla de aquella escuela donde primero que todo se enseñaba a pintar, Ramón, para no notarse tanto, pues era del tipo de niño que vivía bajo un celoso cuidado por una cerrada familia que sabía que todo tiempo pasado fue mejor, para entonces y hasta casi su final se inventó un temor respetuoso por el óleo, cosa más bien de Esteban Chartrand o Guillermo Collazo. Él le confirió un carácter varonil al óleo por no decir bruto, dado que esta técnica necesita un arriesgarse como quien pugilatea, impela o agrede, y solo al final de su vida preñó el plano con esa química y pigmento; se revolcó en amores con el óleo como con el amante definitivo de su vida.
Quien opina solo había visto en el rumbo que tomaban sus imágenes —más de la mitad de los retratos y en sus estampas tan locales— la misma limpieza y repostería del gordo Juan David, que llevaba sus caricaturas al estrato de pintura, pero más aun, los trabajos de Unzueta tenían la eficiencia psicológica y la exquisitez de La Comedia Humana de Balzac ilustrada por José Picó; Unzueta tenía la aceptación de una casa donde él y sólo él era la guinda del postre más fino, era profeta en su tierra, un criollo tardío aunque auténtico, era el fresco y la alegría de aquel interior que, como un escenario de Paradiso de José Lezama Lima, se coloreaba con caramelo y salsas de otros tiempos.
Este mundo cerrado y propio impulsaron al tremendo artista que en él había a escoger para las carnes de sus Anaïs el pigmento de los flanes de su tía Mela, colorear la bondad y los cielos de sus obras con el aqua de los ojos de su querido primo Enelio, lo grande y feliz en las luces y los matices de pan de suerte y belleza de su mejor amiga, la más importante poetisa y artista de su generación; pero después de todo y antes de algo, en Ramón Unzueta siempre estaba su hermana, su modelo, su único patrón de pruebas, su juicio, su marchante, su público indispensable, su vida. Con ella, Ramón Unzueta conoció los dos modos en que se presenta el arte de pintar y el uso de sus técnicas, según Salvador Dalí… Uno, cómo comer langosta y, el segundo, cómo comer mano de cerdo al estofe… en la primera debes romper una coraza dura al comienzo para terminar en masa limpia; y en la segunda comienzas por una engelatinada masa y terminas royendo un hueso… Visto así, Unzueta siempre comió langosta. Ramón Unzueta artística y técnicamente se define como se definió su astro guía, Bette Davis, a sí misma: “Sencillamente demasiado”. Lleno de cinematográficas visiones como estaba y teniendo aquella carpeta impoluta de técnicas, ¿cómo no ser un maestro? Un maestro es alguien de correcto y eficiente realizar, de quien por su dominio técnico sobre todo, se aprende.